Ivan Dimitrov -39 años, corpulento, dos hijos y nacido en Sofía- fue paracaidista en el ejército búlgaro. Le tocó hacer la mili antes de que el gobierno de su país la eliminase en 1998. Eligió la brigada paracaidista sin vocación, simplemente quería hacer algo distinto y, además, pagaban cada salto. Se tiró desde el avión unas sesenta veces y en todas ellas pasó miedo. “Mi caso era especial, no me gustaba nada”, dice. Y eso que los saltos militares poco tienen que ver con esos que se ven en las películas. Nada más arrojarse al vacío se abría un estabilizador sin en el que Ivan –y los demás soldados- darían vueltas como un saco de patatas lanzado por la ventana. Pocos metros después el paracaídas definitivo aparecía, lo quisiera o no Ivan, porque era automático. Las probabilidades de estrellarse contra los Balcanes eran remotas. Pero claro, hay que dar ese último salto al vacío, ese paso contranatura al que las piernas se niegan. No es lo mismo saltar hacia algún lado que saltar a la nada. El cuerpo no quiere. Desde un punto de vista instintivo la lógica es aplastante, ¿qué necesidad hay? Recuerda Ivan el caso de un soldado que, antes de saltar, decidió descolgar de la barra el anclaje de su estabilizador. Después miró fijamente al sargento, con el mosquetón en la mano, y se volvió a sentar. Otro soldado –recuerda Ivan- se abrazó al oficial. Se aferró a él como un niño aterrorizado, sin decir ni palabra. Tampoco saltó. “Eso tenías que hacerlo antes de llegar a la puerta. Una vez en la puerta, saltabas. Si mirabas hacia detrás dudando, te daban una patada y abajo”. Ivan estudió en un colegio español de Marruecos en su infancia, por eso habla castellano. En su cabeza, además de recuerdos aéreos, almacena toda la información necesaria para comprender Bulgaria. O al menos, para intentarlo. Podría decirse que, el texto que sigue, es suyo. Es de Ivan Dimitrov.
Del comunismo en Bulgaria no se acuerdan los jóvenes y no se quieren acordar los mayores. La nostalgia se reserva para contados ciudadanos que se resisten a sucumbir a los ostentos del capitalismo de la Europa del Este. “Antes teníamos dinero pero no podíamos comprar nada. Ahora podemos comprar de todo pero no tenemos el dinero”. Es el resumen de Ivan, búlgaro orgulloso. El sentimiento patrio en el país empapa cada palmo de tierra como la lluvia. Nunca olvidaron su condición, ni bajo el comunismo, ni bajo los otomanos, ni bajo los bizantinos. Las evocaciones de su grandeza siempre andan al acecho, con el Imperio Búlgaro medieval como arma arrojadiza. “Un serbio, un griego y un turco pescan en un bote –inicia Ivan-. De pronto se encuentran una lámpara mágica que les concede un deseo a cada uno. El serbio dice: ‘quiero que un terremoto sacuda Bulgaria’. El griego dice: ‘quiero que una tormenta arrase Bulgaria’. Y el turco completa: ‘quiero que una inundación anegue Bulgaria’. El genio concede y en ese momento un terremoto estremece Belgrado, una tormenta destroza el norte de Grecia y una ola gigante destruye el Bósforo”. “Es un chiste muy viejo”. La región de Transilvania, en Rumanía, también fue de ellos. “No importa nada de eso. Ahora somos la UE”. Sólo el tema de Macedonia parece escocer. “Es que son mentira”, afirma Ivan. Se refiere, claro, al estado moderno de Macedonia, que no coincide con lo que un día fue el imperio de Alejandro Magno, sino que se deriva de una región que ocupa, además del propio estado macedonio, partes de Rumanía, Serbia, Bulgaria y Grecia. Estos últimos, incluso, se quejaron del nombre al estado macedonio porque su región del norte se llama igual. Más o menos ocurrió como sigue: en 1918, tras la Primera Guerra Mundial, nace el Reino de Yugoslavia. Parte de Bulgaria –lo que hoy es Macedonia- fue anexionada a Serbia para –dicen los búlgaros- evitar que tuvieran tanto territorio. Después de la Segunda Guerra Mundial Yugoslavia se refundó bajo el comunismo del Mariscal Tito, quien convirtió la región en la República Socialista de Macedonia. La mayor parte de su población seguía considerándose a sí misma búlgara, pero las represalias contra ellos debido a que Bulgaria había sido aliada de Alemania, les hizo asimilar su nueva identidad durante la posguerra. Cuando en 1991 se independizaron ya eran macedonios, su condición de búlgaros estaba olvidada. Curiosamente Bulgaria fue el primer país europeo en reconocer a Macedonia independiente. Hoy, cientos de macedonios hacen colas en las administraciones de Sofía para lograr la nacionalidad. “Pregúntale a algún macedonio de dónde es su abuelo”.
El caso de Macedonia parece molestar, pero no deja der un ejemplo más –si acaso más reciente- de los estados hermanados por su condición de eslavos del sur o, lo que es casi lo mismo y suele ser más reconocible, países balcánicos. Bulgaria tal vez sea el más desconocido y, sin embargo, puede considerarse el corazón de los Balcanes. La cordillera atraviesa el país de Oeste a Este y su territorio abarca casi toda la península balcánica. Su ligazón es de primer nivel con Macedonia y Serbia. Además de innumerables tradiciones y costumbres, comparten idioma –no oficialmente, pero al cambio es como un español y un portugués tratando de entenderse- y alfabeto cirílico, que exportaron a sus hermanos eslavos del norte, rusos, ucranianos, bielorrusos y demás. Utilizando sonidos eslavos y basándose en el alfabeto griego, los santos Cirilio y Metodio lo crearon en el siglo IX en Sofía para esparcir el cristianismo por el este de Europa. Por extensión, y aunque con alfabeto latino, también comparten idioma con croatas, bosnios, eslovenos y montenegrinos. Les une, además, la gastronomía –la rakia es la bebida tradicional de los Balcanes- y también la música. Los sonidos balcánicos mezclan irremediablemente los clarinetes y acordeones serbios con las percusiones y bailes macedonios y búlgaros, sin librarse de las cadencias y ritmos griegos. Del norte de Grecia, por cierto, llegó a Bulgaria el cristianismo ortodoxo, religión mayoritaria en el país. De hecho, hasta 1859 no se dio la primera misa en búlgaro en el país; eran en griego. Por último las conexiones llevan a los turcos, que dominaron la región cinco siglos, desde el siglo XIV hasta, atención, el XIX (es decir, ayer), cuando fueron expulsados gracias a la ayuda de los rusos. Hoy, en el centro de Sofía, conviven la catedral de Alexandre Nevsky –construida en agradecimiento y honor a los rusos- con una mezquita otomana que llama todavía al rezo cinco veces al día y que el partido Ataka, de extrema derecha, quiere destruir. También la chalga viene de los otomanos. Allí significa música, en Bulgaria tiene otro cariz, que lleva a bailarinas, clubs y poca ropa. Un 7% de la población búlgara es descendiente de turcos y son una comunidad bastante diferenciada que cuenta con un partido que les representa, pese a que la ley búlgara impide crear coaliciones de corte étnico. Hay otros dos pueblos fundamentales para la identidad de Bulgaria (y para la de todos los Balcanes): son los judíos y los gitanos.
Los últimos son casi 700.000 en un país de 7,5 millones de habitantes. Su condición es la marginalidad: viven en barrios y pueblos endogámicos aislados del resto de población. Son rechazados por casi todos, afamados ladrones y pintorescos ciudadanos con carros de caballos, jerseis de colores, chimeneas humeando en sus casas cuadradas y bajas y violines de música ‘gypsy’ que completan el folclore balcánico: los Balcanes no podrían entenderse sin los gitanos. Los judíos, por su parte y como siempre, eran más de los que son. Y eso que les protegieron. Antes de la Segunda Guerra Mundial vivían en Bulgaria casi cien mil judíos, casi todos ellos sefarditas, descendientes de los expulsados por España en una de sus históricas torpezas. Cuando los nazis determinaron la solución final, el rey Boris III, respaldado por el parlamento, se negó a deportar a los judíos. No pudo evitar el exterminio de los que habitaban en la parte serbia, pero sí salvo a cientos de miles. ¿Por qué los protegió?, le preguntan a Ivan. Él mira extrañado: “Bueno, eran búlgaros”. Efectivamente, a los judíos europeos exterminados por los nazis se les sigue viendo como un compartimento estanco, como una comunidad aislada, y no como a ciudadanos de distintos estados europeos. Tal vez se aplica sobre aquellos asquenazí la visión que hoy existe sobre gitanos, judíos y armenios: son pueblos que en el imaginario colectivo europeo se dibujan como algo aparte, como naciones en movimiento al margen del estado al que pertenecen. No sólo eso, a Ivan le sorprendió la pregunta: ¿Por qué? Porque los estaban exterminando. Porque eran familias, trabajadores, burgueses, religiosos, ateos, holandeses o búlgaros, a los que estaban asesinando. ¿Cómo puede extrañar que un gobernante del siglo XX se negase a colaborar con el exterminio? Pese a la protección del parlamento búlgaro los judíos se fueron a Israel al terminar la guerra. Hoy quedan unos 3.000, casi todos en Sofía, donde cuentan con la tercera sinagoga más grande de Europa (por detrás de la de Amsterdam y Florencia) y que se sitúa a pocos metros de la catedral ortodoxa y la mezquita. Muchos judíos más viajan cada año a hacer turismo a Bulgaria, en busca sobre todo de los casinos de la ciudad de Burgas. Allí, el pasado verano, un kamikaze se voló en la estación de autobuses llevándose a siete ciudadanos israelíes. El trauma se palpa todavía: cada vez que un vuelo llega a Bulgaria procedente de Israel el aeropuerto se cerca, se llena de policía y se extrema la seguridad hasta niveles sorprendentes. El mismo sitio que ayer fue su hogar. Los judíos, por supuesto, dejaron su rastro cultural en las tradiciones de la región, son ingrediente indispensable de la receta balcánica. Por poner un ejemplo, la música klezmer no falta jamás en el folclore búlgaro, forma parte del entramado orquestal balcánico-gypsy-klezmer. Para terminar, los armenios. Hay unos 40.000 en Bulgaria. Adom, de 25 años, es uno de ellos. Vive en Plovdiv, la segunda ciudad del país. “Soy armenio, aunque nací en Bulgaria, mis padres y abuelos son búlgaros y también soy búlgaro, pero primero armenio”. Y responde así, quién sabe, a porqué esa visión de los pueblos históricamente sin estado como comunidades al margen de su sitio de pertenencia. Al por qué a algunas comunidades se les considera pueblos o naciones. Tal vez porque, como Adom, así se consideran ellos mismos. Y con eso basta.
El maravilloso cóctel balcánico de Bulgaria se completa con sus raíces, que se hunden en la Historia. Por esta tierra pasaron las civilizaciones tracia, romana, eslava, bizantina y otomana. Una mezcla que ha sembrado el país de restos arqueológicos y yacimientos que convierten a Bulgaria en un país de cazatesoros.