Haciendo un reportaje en Palestina. Capítulo I: En el campo de refugiados de Kalandia.

Hace unos días regresé de un viaje por Cisjordania e Israel. Era la segunda vez que me desplazaba a esta zona del mundo. Mi idea en esta nueva desventura por Palestina era regresar con un reportaje. Lo logré, no sin trabajo. Ahora falta que alguien tenga a bien el publicármelo.

El reportaje intentará mostrar un abanico de opiniones acerca del conflicto entre Israel y el pueblo palestino surgidas de un elenco de personajes. Así, expongo las visiones que tienen sobre el problema desde un rabino de ultraderecha hasta el líder de las Brigadas de los Mártires de Al Aqsa en Yenin. El trabajo huye de grandes figuras, de ilustres opiniones o de políticas teorías, para descender sobre vecinos y actores anónimos que dan su visión del asunto en forma de opiniones y vivencias. Conforman de este modo una suerte de debate para que tengamos una visión más o menos global del asunto.

Para ello he hablado con colonos judíos de asentamientos en Cisjordania, con vecinos de campos de refugiados palestinos, con estudiantes judíos en Jerusalén, con miembros de gobiernos provinciales en Palestina, con sionistas de organizaciones israelíes, con milicianos de la resistencia palestina, con rabinos y rabinas, con simples vecinos; dueños de una frutería o profesores de niños.


La intención de tantas entrevistas y encuentros es mostrar la enorme distancia que separa ambas posiciones, las diferencias de base que padecen y la opinión, sin pelos en la lengua, que una parte tiene de la otra. Si acaso, el reportaje también permitirá entrever algunos atisbos de esperanza que pueden hacer pensar que no está todo perdido.

Detrás de la elaboración de este reportaje está el ‘cómo se hizo’. Si Kapuscinski necesitó una docena de libros para recopilar todo lo que no le cabía en las crónicas que debía realizar para la Agencia de Prensa de Polonia, a mí creo que me llega un post. Tal vez dos, a ver cómo se da. Este sería el making off del reportaje que he intentado hacer lo mejor posible entre los días 20 y 29 de diciembre de 2009 en Cisjordania e Israel.

Mi primera visita fue el campo de refugiados de Kalandia. En honor a la verdad diré que, más que ir hasta allí, me encontré de pronto ahí. Tras un retraso de 9 horas en Barajas, 4 horas de vuelo, dos y media para salir del aeropuerto de Tel Aviv y llegar a Belén, y unas tres de sueño, ahí me encontraba yo, en medio del campo de refugiados palestino de Kalandia, junto a mi ‘socio’ en el reportaje, el fotógrafo Ángel López Soto.

Kalandia es feo, como casi todos los campos de refugiados. Casas viejas y grises. Los caminos, aunque asfaltados, también están muy deteriorados. Sólo las pintadas y los retratos tributando la memoria de los que han muerto a manos del ejército israelí rompen con el gris del paisaje. Los edificios han sido levantados, con dinero de la ONU, por los propios habitantes del campo. Cuando llegaron aquí en el 48 el recinto estaba formado por haimas, tiendas de campaña, y ellos irguieron los endebles edificios. Cada generación levanta una planta, porque no pueden edificar más allá del kilómetro cuadrado que delimita el campo. De esa manera las familias se agolpan en los hogares. Este no parece ser el peor campo de todos en ese sentido: cada cuatro personas tocan a una habitación.

El problema de Kalandia, obviamente, va más allá de su fealdad. Ninguno de sus 12.500 habitantes puede circular libremente fuera del límite del campo, salvo por razones humanitarias. Para salir o entrar de Kalandia necesitan un permiso especial de Israel que no siempre logran. La estampa que resulta es la de unos habitantes que vagan por sus tortuosas calles sin mucho que hacer. Algunos puestos para vender fruta, el colegio, un centro social y muchos rincones con personas sentadas viendo el tiempo pasar. La tasa de paro en Kalandia supera el 60%. Casi nadie puede salir a buscar trabajo, sobre todo en donde más lo hay, Jerusalén, donde tienen prohibido el acceso, a pesar de encontrarse a pocos kilómetros.

Sin nada que hacer y en precarias condiciones, la frustración surge en forma de violencia demasiado a menudo en este lugar. Kalandia es conocido por ser uno de los campos de refugiados más hostiles con el ejército israelí de toda Cisjordania y por ello es también uno de los más vigilados por los soldados judíos. Kalandia tiene el mayor check point de toda Cisjordania a su entrada. Este control militar es el que vigila los movimientos de los habitantes del campo, el que les impide su libre circulación y desde el que, como en la mayoría de campos de refugiados de Cisjordania, el ejército israelí realiza incursiones nocturnas para realizar detenciones o practicar asesinatos selectivos. En los últimos años, 20 vecinos han muerto en enfrentamientos con el ejército. La pescadilla que se muerde la cola de todo el conflicto palestino-israelí representada en Kalandia: Israel ahoga a los palestinos en pos de su seguridad y estos intentan respirar atacando a quien le aplasta.

El cóctel final: miedo, frustración, y odio. Tres sensaciones que enseguida presencio:

Jamal es mi guía. Vive en el campo aunque pronto se mudará a un apartamento que se ha comprado en Ramalah. Me lleva a visitar a su familia para que conozca la historia de su sobrino, Ahmad Naief Abulatifa que, con 12 años, es un símbolo en Kalandia. Y todo porque está muerto. A Ahmad le destrozó el corazón una bala israelí el 14 de septiembre de 2003. El pequeño estaba frente al check point del campo y tiraba piedras a los soldados. Dudo que sus lanzamientos fueran fruto de la rabia y me inclino más a pensar que atacar a los soldados es casi una obligación, una práctica asimilada por los niños de Kalandia, educados en la rabia y que desconocen lo que es la paz como vía para solucionar problemas. Su última piedra recibió como respuesta una bala. De camino al hospital se debatió entre la vida y la muerte, pero ganó la segunda. Alguien con una cámara y poco estómago grabó el momento en que Galia Abulatifa, su madre, recibía la noticia de la muerte de su pequeño, y caía desesperada al suelo. El vídeo continúa con imágenes del funeral. El cadáver del pequeño Ahmad, ataviado con un pañuelo palestino en su cabeza, es llevado en volandas por la multitud, que clama venganza. Ahmad es un mártir, y en el salón de su hermano, donde veo el vídeo, su enorme retrato engalana la pared con banderas palestinas de fondo. El vídeo termina, mi estómago se ha encogido. Charlo con el hermano, que me regala un retrato del pequeño. Después con la madre, que sigue guardando luto y que no ha presenciado el vídeo. Sus respuestas las utilizaré en el reportaje. Fuera comienza a anochecer. Acabo de presenciar el odio.

Jamal me lleva ahora a casa de su madre. El fotógrafo y yo caminamos por el campo de refugiados con decenas de miradas clavadas en nuestro europeo aspecto. “¿Si nos dejaras ahora aquí solos Jamal?”, le pregunto. “A ti no creo que te pasara nada -me dice- pareces árabe. Pero a él- añade mirando a Ángel- uf, qué cara de judío tiene…”.

Cuando Jamal llama a la puerta de la casa de su madre, que vive con varios de sus hermanos, se gira para contarnos algo mientras espera a que alguien nos abra. De esa manera, sólo Ángel y yo quedamos de cara a la puerta, aguardando que alguien aparezca del otro lado. La puerta se mueve y tras ella el rostro infantil de una niña, primero sonriente y después pálido, cuando sus ojos se clavan en los nuestros, como si alguien le hubiera dado un puñetazo directo en el estómago. Nos mira, mira a su hermano y pregunta con pánico: “¿Judíos?”. Jamal la calma al instante sonriendo. “No. Tranquila”.

El susto de la niña se explica en las incursiones del ejército israelí. Muchas noches entran en el campo para realizar detenciones y, en algunos casos, asesinatos. Hace sólo unos días los soldados entraron en la casa de al lado de esta niña. Tiraron la puerta abajo, se metieron gritando en la casa y detuvieron a un chico que vivía en ella. La madre murió de un infarto tras sufrir un shock por el susto. “Cuando escuchamos a los perros ladrar en plena noche, sabemos que los soldados están entrando”. Un escalofrío recorre mi espalda. Acabo de presenciar el miedo.

Maria Abulatifa no puede abrir un ojo y un velo blanco cubre su cabeza. La madre de Jamal no sabe decirme su edad. No la recuerda. Recuerda perfectamente, sin embargo, el día que tuvo que abandonar su pueblo natal, Birmain, en lo que hoy es el estado de Israel. Los soldados habían entrado la noche anterior en las dos aldeas vecinas y habían expulsado a sus vecinos. Los lugareños decían que la siguiente noche les tocaba a ellos, así que Maria y su familia, junto al resto de la aldea, se escaparon con lo puesto. Esa noche los aviones bombardearon las casas. Maria, junto a sus padres y sus hermanos, se trasladó primero a Hebrón, después a Jericó y finalmente llegó al campo de refugiados de Kalandia. Desde entonces vive allí. Durante la entrevista le pregunto sobre el conflicto, pero apenas saco nada. La idea de esta anciana es clara: “quiero volver a mi casa”. Maria insiste en que quiere la paz, que no tiene nada en contra del pueblo judío y que sólo desea regresar a casa. De pronto su nieta se le acerca, le da un beso y le entrega una antigua llave. La anciana la alza y nos la muestra. “Es la llave de su casa en la aldea que dejó”, nos explica Jamal. Aún la guarda, aferrada a ella como quien se aferra a la esperanza. Lo que no me atrevo a preguntarle a Maria es si sabe que Birmain no es hoy más que unas ruinas en la periferia de la ciudad israelí de Haifa. Acabo de presenciar la frustración.

Afuera ya es noche cerrada. Por si fueran pocas las sensaciones, Jamal me cuenta que hace unos meses, dos periodistas alemanes estaban en el campo por la noche cuando entró el ejército israelí. Uno de ellos resultó herido. Creo que ha llegado el momento de despedirnos y dejar Kalandia. Hasta la próxima.

Haciendo un reportaje en Palestina. Capítulo I: En el campo de refugiados de Kalandia.

4 comentarios en “Haciendo un reportaje en Palestina. Capítulo I: En el campo de refugiados de Kalandia.

  1. Es contradictorio que hoy, día 30 de enero, se celebre en Día de la Paz en memoria de Ghandi y siga habiendo tanto frentes abiertos, sobre todo en Palestina.

    Desde que se creó el Estado de Israel el odio entre palestinos-judíos ha ido en aumento y es que no deberían haberlo creado allí. Quisieron remediar la persecución judía durante años de los nazis y dijeron: «Un pueblo sin tierra, para una tierra sin pueblo», pero esa tierra ya estaba habitada por los palestinos -aunque ellos no cuentan-http://lineainvisible.blogspot.com/2009_01_01_archive.html

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  2. Anónimo dijo:

    Se me pone la piel de gallina leyéndote (y también me hierve la sangre).Transmites mucho realismo en lo que cuentas.
    Imagino que debe ser emocionalmente intenso vivir la «desventura» que tu has experimentado allí, pero resulta difícil imaginar en la propia piel la que han vivido ellos(aunque tú lo facilitas). Esto que cuentas ayuda a reflexionar sobre la dura naturaleza del ser humano y lo mucho que nos quejamos por cosas absurdas y vanalidades en este nuestro organizado mundo. Espero con ganas el reportaje.

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  3. Anónimo dijo:

    Conocí kalandia en el 2009….al leer tu reportaje me traslado a esa amarga y dura realidad q muy bien relatas. la tristeza y el odio se mezclan en mi ser al recordar ese episodio de mi vida. Excelente reportaje.

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