Juliano Mer Khamis o el hombre que era más grande que la vida

El de Juliano Mer Khamis era un sueño. No se trata de que fuera un sueño imposible, irrealizable o inocente. Se trata de que era un sueño y Juliano no se dio cuenta de que el mundo ya no acepta sueños. Qué estúpido Juliano. Si lo hubiera hecho tal vez hoy estuviera vivo.

Suele pasar con los perseguidores de sueños. Que no quiso comprenderlo y siguió adelante, hablando de cosas como paz, cultura, educación… hasta que un balazo acabó con sus utopías. Todo su titánico esfuerzo fue arrancado de raíz con un simple gesto de un dedo en un gatillo y las cosas se volvieron a poner en su sitio. El sitio en el que no caben los sueños. Un bueno menos.

Juliano fue asesinado a tiros ayer. Era el director del Teatro de la Libertad, en el campo de refugiados de Yenín, en Palestina. Su muerte es un bofetón a mano abierta en la cara misma de la esperanza. Apenas pude conocerle, pero este asesinato me llena de rabia y tristeza de una manera que no sospechaba. La primera vez que visité el Teatro de la Libertad charlé menos de cinco minutos con él. Fuerte, robusto, era como una armadura que esconde una esencia valiosa, delicada. Sonreía, hablaba despacio y gesticulaba mucho. «Me tengo que ir que no sé si van a cerrar el check point», me dijo. Y se fue. Ese fue todo mi contacto con él. La segunda vez que acudí al Teatro de la Libertad ni siquiera estaba. Pasé todo el día allí, hablé con profesores, alumnos, técnicos, vi una obra de teatro… y cuando regresaba ya por la noche, me daba la impresión de haber estado hablando con él todo el día. «Juliano es más grande que la vida», dijo ayer el director de cine y amigo Amos Gitai tras conocer la noticia de su asesinato. Comprendí mi sensación de aquella noche.


Juliano Mer Khamis nació en Nazaret (Israel) hijo de una luchadora judía llamada Arna y de un padre árabe-israelí cristiano. Su madre, activista pro palestina, abrió un teatro en el campo de refugiados de Yenín que fue destruído durante la segunda intifada. Juliano decidió dejar su carrera como actor internacional en 2006 y reabrir el teatro. Le llamó el Teatro de la Libertad.

Es el único teatro en un campo de refugiados palestino y es, por supuesto, mucho más que eso. Es una oportunidad, un salvavidas, un mano amiga para todos los chicos y chicas del campo de refugiados de Yenín. En este campo se impone la ley de las Brigadas de los Mártires de Al Aqsa y fueron ellos quien hicieron frente al Ejército israelí en la que fue la mayor ofensiva judía contra un campo, en la segunda intifada, y donde 23 días de bombardeos dejaron un saldo de muertos que pendula, según a quién se pregunte, entre los 100 y los 1.000 cadáveres palestinos y 23 israelíes. Dejaron también una herencia de odio y de miedo: 3.000 niños de este campo padecen trastornos psicológicos como fobias, problemas de conducta, sociales o de relación. Son los hijos del miedo, de la sangre y de la violencia. Son los llamados a ser mártires. Es difícil encontrar un niño en el campo de refugiados de Yenín que no quiera ser mártir, es decir, morir por la causa palestina para que después empapelen las paredes de su barrio con sus fotografías, armado y tocado con un pañuelo miliciano. Decenas de niños me pedían en el campo que les fotografiara junto a estos retratos de mirada furiosa y miedosa. Eran sus hermanos o primos mayores. Sus ídolos.

El Teatro de la Libertad estaba ahí para mostrarles a todos esos niños que había otros caminos. Que podía haber futuro. Que podía, incluso, no ser necesario morir por Palestina.

Los alumnos con los que tuve el placer de conversar en mis visitas admitían haber estado dispuestos a luchar e incluso morir por Palestina. Algunos ya tenían hermanos o padres que lo habían hecho. Pero ya no. El Teatro de Juliano les había hecho querer algo. En este caso ser actores, pero eso era lo de menos. Ser algo, querer vivir. La intifada cultural que soñaba Juliano. Eso era. Niños, niñas, chicos, chicas dispuestos a aprender, a alcanzar un futuro, a ser mejores y luchar por ellos mismos. Dispuestos a quererse, a valorarse, a crecer. La cultura como elemento fundamental para la paz. Niños rescatados de entre los escombros, infestados de violencia, de miedo, de odio, y cuidados para que volvieran sonreir. Y después, cuando todos ellos hubieran logrado sonreir, cuando todos estuvieran convencidos de que llegarían a ser grandes actores, ayudar a Palestina. Juliano les estaba salvando, al fin y al cabo, la vida. A ellos y a las sucesivas generaciones. Estaba mostrándole el verdadero camino a Palestina. 

«Quiero una intifada cultural. Quiero teatros, música, revistas, radio… Quiero una resistencia a través de la cultura». Juliano quería y soñaba. Y no comprendía que el mundo no quiere sueños. Así que ayer, un palestino encapuchado, títere de otros que se quejaban de que Juliano estaba distrayendo a los chicos de su deber de morir por Palestina, se paró delante de su coche y le vació un cargador en la cabeza. Así de fácil. De raiz, el mundo volvió a poner las cosas en su sitio. Los niños deben querer morir por Palestina. En es el único camino. Qué estúpido Juliano. Se tuvo que haber dado cuenta antes. Entonces estaría vivo hoy.

Menos mal que ni el encapuchado ni quienes le dieron la orden sabían que Juliano es más grande que la vida.

Descanse en Paz.

Pincha aquí para ver el reportaje sobre el Teatro de los Sueños de Yenín que realicé junto a Íñigo Rodríguez hace poco más de un mes

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