Los habitantes del metro

La línea 1 del metro de Madrid atraviesa la ciudad desde el sur hasta el norte. Desde el sur de todo, hasta el norte de todo. O al revés. Todos los días la utilizo para ir a trabajar. Es la primera línea que se construyó del metro, y parece que el tren viene de esa época. Todas las mañanas paso 20 minutos metido en él. Es curioso ver, cuando llega el tren a mi parada, cómo los primeros vagones van llenísimos de gente, con las caras casi aplastadas contra el cristal de las puertas, y se van vaciando a medida que pasa el tren por delante de mi hasta que el último ya contiene pocas personas, y hasta tiene algún sitio libre. Así que siempre me subo en el último, aunque tenga que atravesar todo el andén caminando. Hasta la siguiente parada tengo que ir de pie, pero después baja mucha gente así que siempre cazo algún sitio. Me siento, y me pongo a leer. Me abstraigo de una manera increíble (alguna vez hasta llegar a pasarme mi parada) y ni veo a la gente que me rodea. Menos cuando llegan ellos, los habitantes del metro.

Los habitantes del metro suben en la primera parada y llegan hasta la última. Después, cambian de andén y vuelven a completar la línea en sentido contrario. Pueden estar así una mañana entera. En ocasiones bajan en una parada y descansan un rato, hasta retomar su actividad. En cada estación bajan de su vagón y suben al siguiente. A veces tiene problemas con los encargados de seguridad del metro, los seres tal vez más detestables y patéticos que existen sobre la faz de la Tierra. Se enfrentan a ellos y los echan. No tiene sentido, porque ellos son los habitantes del metro.

En la línea 1 hay varios clásicos. Suelo encontrarme muy a menudo a un chico joven. Debe tener unos 20 ó 22 años. Por decir algo, porque soy un inútil para calcular edades. Pero es joven, eso sí. Lleva una camiseta naranja sin mangas y el pelo mal engominado hacia arriba. Lleva un vaso de plástico lleno de monedas agarrado con la boca. No tiene brazos. Ni siquiera tiene muñones. Su cuerpo termina en los hombros. Sube al vagón con el vaso entre los dientes y mueve la cabeza para hacer ruido con las monedas. Agita la cabeza y las demás se giran al unísono para descubrir su cruel realidad. Luego camina entre los presentes agitando el vaso con cabezadas, sonando el metal de las monedas y avanzando con un equilibrio más precario que el resto durante las sacudidas del tren. Pocos se animan a acercar la mano a su boca y depositar una moneda en el vaso.

“¡Buenos días ‘señoreseñoras’ un poco de música para ‘ustedesperdonen’ las molestias!”. De nuevo las cabezas arriba. Los ojos abandonan los periódicos gratuitos y las novelas de tapa dura. Descubrimos un señor de tez muy oscura, muy corpulento, de espalda ancha y barriga cervecera oculta por un viejo y desgastado jersey azul marino. Su acento desvela que proviene del Este. El violín que coloca en su hombro parece de juguete debido al enorme tamaño del tipo. Acomoda el instrumento, sonríe (siempre sonríe) y enciende un amplificador del que sale un ritmo acelerado. “¡Un poco de samba!”, grita. Y comienza, contra pronóstico, la samba. La toca inclinándose hace delante, como encorvado por la intensidad, siguiendo el ritmo con el pie y girándose constantemente para clavar la mirada en alguien y sonreírle. El amplificador hace que la samba inunde el vagón y anima a los presentes, para que negarlo. Siempre toca las dos mismas canciones. Después, arrastra su amplificador sobre ruedas y pide unas moneditas por la música. Conviene no escuchar la actuación demasiado cerca. Su olor se torna insoportable.

Alguna mañana, en lugar de aparecer la samba que anima, aparece la realidad que hunde. Una madre con un pañuelo en la cabeza sube al vagón con un niño muy pequeño de la mano. La madre gime su desesperación explicando que es una refugiada de la guerra de Bosnia, y termina su petición con un llanto tan ensayado como desgarrador. Pero lo que de verdad encoge el estómago de esta escena es ver cómo el niño, que apenas supera en altura las rodillas de su madre, extiende su minúscula mano mirándote a la cara frente a tu asiento. Es un gesto sistemático, interiorizado, a la espera de una moneda. Lleva una caperuza de lana y un abrigo plumífero de talla mínima que le convierte en un muñeco. Un muñeco con hambre para quien el llanto de su propia madre no es más que una rutina.

Rivaliza en dolor con otro habitual de la línea 1. Debe tener 30 ó 35 años. Sus piernas son dos palos, en el sentido metafórico, porque son reales. Pero extremadamente delgadas. Se remanga el pantalón de chándal para que la respiración se te corte durante un segundo al verlas. El grosor de sus canillas es como el de mango de una raqueta. Están llenas de heridas y moratones. Lleva muletas que aguantan su pesado torso. Otro habitante con ensayo desgarrador: no gime, llora. Llora pura y abiertamente. Entra en el vagón llorando como un niño pequeño, casi cayéndole los mocos. Le falta el aire y, entre suspiros y llantos, no se entiende lo que quiere decir. Sé que pide ayuda. Sólo eso, ayuda. Su desesperación no deja asomar un atisbo de dignidad. ¿Quién la quiere cuando la vida se ha convertido en un suplicio? No es fácil ver a un chico de esta edad llorando desesperado, a pleno pulmón.

Los habitantes del metro, sin embargo, no permiten que la depresión se adueñe de su entorno. Así que otras mañanas toman el relevo dos peruanos que desde el primer día concluí que son hermanos (bueno, y peruanos). Morenos, menudos y con sendas coletas negras y lisas. Uno con la guitarra siempre colgada y uno de esos míticos carritos con amplificador. El otro con un micrófono de estos que salen de la oreja y van hacia la boca, estilo Leticia Sabater. Cantan muy bien, la verdad, y el del micro a veces saca un instrumento indígena (perdón por mi ignorancia) y sopla produciendo un sonido muy amazónico.

Por último, la persona que más me remueve el interior. Una señora muy pequeña y muy delgada vestida con un traje de boda que debe tener 30 años con manchas y remiendos mal disimulados. Es una señora mayor, de unos 60 años. Lleva el pelo demasiado largo y demasiado estropeado. Porta uno de los ya descritos carritos y un micrófono grande. Comienza un ritmo e irrumpe su voz, sonora, aguda, patética. Se esfuerza en giros y ripios, se gusta y demuestra hinchada su capacidad. Cuesta aguantar su voz. Cuesta más aguantar la escena. Sonríe. Pide unas monedas. Y se va.

Son los habitantes del metro. Cogen el tren en la primera parada y van hasta la última. Y después al revés. Y después otra vez. Y al día siguiente de nuevo. De vagón en vagón, cantando, llorando, pidiendo o gimiendo. Esperando encontrar su parada. Esperando, supongo, que la vida les lleve, de una maldita vez, a alguna parte.

Los habitantes del metro

2 comentarios en “Los habitantes del metro

  1. Había entrado aquí con el ánimo de leer algo reconfortante en este día en que me siento un personaje de novela de Houllebeq… pero no ha podido ser. Estos reality bites me han quitado las ganas de afeitarme y de ordenar todo que tenía. Voy a arrastrarme hasta la cocina y proceder a una «acción de gracias» por tener trabajo y alimento…Abrazos tio, abrazos. Hay que abrazarse más coño.

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