Tururú

Arreglar el mundo en la barra de un bar es el deporte rey de este país. Ni fútbol, ni Alonso, ni Nadal. Codo en la barra, una caña tras otra, y a profundizar en los insondables abismos del funcionamiento de todo. Cuanta más cerveza, más profundidad y más conclusiones. Y abandonas el bar satisfecho y renovado. Dando tumbos, pero satisfecho y renovado.

Obviamente no sirve cualquier compañero para realizar este tipo de reflexiones o tertulias. Hay auténticos profesionales de arreglar el mundo cerveza en mano. A esos hay que arrimarse. Yo cuento con uno inestimable, y solemos quedar de vez en cuando para frenar la rotación de la Tierra durante unas horas, ponerlo todo en orden, y luego volver a arrancarla. Yo no sé qué sería del mundo si no hiciéramos esas sesiones.

La cosa es sencilla: quedas pronto, sobre las siete u ocho, te diriges al garito en cuestión y pides cañas sin dejar de hablar hasta que el camarero, rodeado de sillas al revés sobre las mesas y con las luces apagadas, dice algo así como “suficiente”. Entre tanto has analizado cuestiones políticas, sociales, psicológicas, de comportamiento y hasta metafísicas. Hablar, hablar y hablar.

Por supuesto, y para este propósito, no sirve cualquier bar. Ni mucho menos. Mi socio y yo acudimos al Bar de Armando, en el callejón del Pozo. El bar no se llama así, pero el dueño es Armando, y siempre lo llamamos así. A veces duplicamos los escenarios y comenzamos en el Nueva Galicia, que es el de al lado, donde Rafa, que no es gallego pero le gustaría, nos prepara lacón con pimienta y aceite de oliva. Después pasamos a Armando. Es un señor muy pequeño. Tan pequeño, que un día yo estaba en la barra y vi pasar el cartel que anuncia el menú del día por en medio del bar. Detrás, cargando con él, iba Armando, pero no se le veía. Así de pequeño es. También es calvo. Y portugués. Lleva 30 años en Madrid. Montó este bar y lleva viviendo de él desde entonces. Trabaja con su mujer. Ambos son del Benfica y franquistas. A veces me enzarzo con él por esta cuestión. No entiendo cómo puede ser del Benfica. Ah bueno, y tampoco por qué es franquista. Es curioso que la vida me haya llevado a arreglar el mundo a un bar cuyo dueño es fascista. Sin embargo, el bar, de fascista, tiene más bien poco.

Es un local preparado para ser un sitio caro, pero la clientela echó por tierra las expectativas de Armando, creo. La puerta está escondida tras unos barrotes negros y cuesta abrirla, como para que te pienses bien si quieres entrar. El sitio está bastante limpio, algo que no se puede decir de otros muchos, sin que esto suponga un inconveniente para mí. La barra es de madera maciza, barnizada, amplia. A la izquierda una extensa tarima con mesas. Sobre ellas, un detalle maravilloso: manteles de tela. Algo que nos ganó desde el principio. Todo listo para ser un sitio de nivel, pero algo se le torció a Armando hace 30 años: se le llenó el bar de personajes. Y ya no los pudo echar. Ahora su bar es como un Ferrari sin estrenar usado por vagabundos para dormir.
Armando suele sonreir siempre. Cuando lo hace, sus ojos desaparecen en dos líneas sepultadas de arrugas. Sus manos son de trabajador. Y su paciencia, de hostelero.

Nunca faltan los dos mecánicos. Se sitúan en el extremo opuesto de la barra donde mi socio y yo nos sentamos. Suelen ir acompañados de otros dos contertulios que van variando, aunque parezcan siempre las mismas personas: ojos húmedos, sonrisas que cuesta esfuerzo terrible llegar a completar, piel gastada por el trabajo y licor recorriendo sin descanso su garganta. Todos los días. A todas horas. Allí tienen su refugio. Supongo que es demasiado duro regresar a la realidad del hogar sin anestesia. Los mecánicos se odian. Uno tiene unos 60 años y el otro no debe llegar a la treintena. Discuten. Siempre discuten. Sobre piezas y arreglos. Gritando. Y bebiendo. Parece que se van a pegar. Pero nunca lo hacen. Un día tuvieron una gordísima porque el joven decía que hace un mogollón de años su padre era el único que comercializaba un material que no recuerdo. Y el viejo montó en cólera diciendo que el susodicho material lo introdujo él en Madrid. El viejo dice “ni puta idea; no tienes ni puta idea”, cada tres frases.

Avanzando hacia nuestro lado de la barra, y justo después de los mecánicos y sus invariables compañeros, se sitúa una señora de unos 55 años muy mal llevados. Excesivamente maquillada. Labios rojos como para detener el tráfico en la noche y maquillaje que se agrieta con los pliegues de la cara. A su lado, siempre un señor, copa en mano, y ojos desesperados. Ríen y tontean, y después de un rato, se van. La señora suele cambiar a menudo de acompañante. Ella siempre se sienta en el mismo sitio. Y fuma sin parar.

Inmediatamente después un señor muy callado, muy tímido. Se encoge en su taburete. Escribe sobre una servilleta, encorvado, ocultando su contenido. Un día asomo la cabeza y le pregunto. Veo número pequeñitos como él, combinaciones confusas que inundan la servilleta de papel arrugada. El señor, entre trago y trago, escribe números temblorosos. Y después bebe. “Es la combinación de la lotería”, me dice. “La pienso ahora y mañana la hago”. Y piensa, y estudia, con enorme melancolía, cuál será la combinación que le saque de esa barra en la que cada vez se hace más pequeño.

Ya mi lado un chico joven. Siempre lleva coleta y es fuerte y regordete. Con una permanente media sonrisa, una expresión que parece decir: “soy majo, si quieres puedes hablar conmigo porque soy un tipo tranquilo”. No pega mucho con el resto del animalario, pero siempre está ahí. Poniendo de su parte para que la heterogeneidad sea mayor si cabe. Lleva un jersey azul marino y vaqueros.

A Armando, además de su mujer, le ayuda un chico magrebí. Debe tener 16 ó 17 años. Es gordo y de pocas palabras. Echa una mano, recoge cuatro cosas y se va. Suele bromear con tres porteros de discoteca que van ahí a tomarse la primera antes de ‘entrar de servicio’. Son tres bestias, con cuellos como mi pierna e impecables trajes negros propios de mafiosos rumanos. Con un tremendo acento madrileño, chulesco, y una prepotencia que inunda el lugar. Toman una, contribuyen a hacer el sitio más surrealista, y se van.

La guinda la pone ‘Tururú’. Este señor debe rozar los 60 años, le faltan casi todos los dientes y se define como un ‘auténtico mariconazo’. Siempre está haciendo la loca. Se levanta el jersey, se sube a una mesa, grita, se toca un pezón, gime y dice, constantemente ‘tururú’. Para mí, es el más normal de todos. Un día ‘Tuturú’ se sinceró conmigo aferrado a una ginebra sin hielo. Me contó que tenía una hija a la que hacía mucho tiempo que no veía, porque vivía con su ex mujer, que no quería saber nada de él. Me confesó también que jamás había estado con otro hombre.

Y por fin, en la esquina de la barra, mi socio y yo, ordenando el devenir. A veces estamos en silencio. Entonces me dedico a observar. Y veo ojos húmedos y miradas huidizas. No los juzgo, no me atrevo. Sólo intento, en un extremo de la barra con mi socio, solucionar el mundo para que a todos ellos les vaya un poquito mejor. También a Tururú.

Tururú

2 comentarios en “Tururú

  1. Anónimo dijo:

    Los más raros del lugar, sin duda, tu colega y tú. ¿Es qué acaso tú ves que alguno de los demás «baradictos» se siente en un rincón de la barra a observar a los demás? sodes raros de la hostia.Apertas.De Impresionistas.

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